viernes, 9 de mayo de 2008

TERESA DE CALCUTA



No es lo importante lo que uno hace, sino cómo lo hace, cuánto amor, sinceridad y fe ponemos en lo que realizamos. Cada trabajo es importante, y lo que yo hago, no lo puedes hacer tú, de la misma manera que yo no puedo hacer lo que tú haces. Pero cada uno de nosotros hace lo que Dios le encomendó.

Sólo siendo sinceros y trabajando con Dios, poniendo en ello toda nuestra alma, podremos llevar la salvación a los demás. Pero para ello es necesario que no perdamos nuestro tiempo mirando y deseando hacer lo que hacen los demás.

No es tanto lo que hacemos cuanto el amor que ponemos en lo que hacemos lo que agrada a Dios.

Mientras el trabajo sea más repugnante, mayor ha de ser nuestra fe y más alegre nuestra devoción.

No puedo parar de trabajar. Tendré toda la eternidad para descansar.

A veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara una gota.

jueves, 5 de abril de 2007

Las cicatrices del mal carácter

ES EL MAL CARÁCTER… ¡ESTUPIDO!

Por: legaro00


Hace algún tiempo, cuando nos aproximábamos al final de nuestra carrera profesional, algunos de nuestros compañeros ofrecieron una deliberación grupal que versaba sobre el manejo del carácter.

Debemos convenir que aunque somos personas reposadas la mayor parte del tiempo no solemos incomodarnos por fastidio alguno, sin embargo hay instantes en la vida, en los que ese carácter se va acumulando y detona en mil pedazos como un vendaval huracanado que devasta los obstáculos que se atraviesen franqueándolos, dejando vestigios y heridas sentimentales imborrables en las personas. Hay minutos, que a manera de fucilazo, bien por las presiones, nuestros escenarios personales, familiares, sociales, esto, aquello, lo otro, etc, van acopiando improporcionada tirantez, que en el momento menos pertinente ha llegado a detonar.

Contaba un predicador que, cuando era niño, su carácter impulsivo lo hacía estallar en cólera a la menor provocación. Luego de que sucedía, casi siempre se sentía avergonzado y batallaba por pedir excusas a quien había ofendido.

Un día su maestro, que lo vio dando justificaciones después de una explosión de ira a uno de sus compañeros de clase, lo llevó al salón, le entregó una hoja de papel lisa y le dijo:

¡Arrúgalo!

El muchacho, no sin cierta sorpresa, obedeció e hizo con el papel una bolita.

Ahora —volvió a decirle el maestro— déjalo como estaba antes.

Por supuesto que no pudo dejarlo como estaba. Por más que trataba, el papel siempre permanecía lleno de pliegues y de arrugas.

Entonces el maestro remató diciendo:

El corazón de las personas es como ese papel. La huella que dejas con tu ofensa será tan difícil de borrar como esas arrugas y esos pliegues.

Así aprendió a ser más comprensivo y más paciente, recordando, cuando está a punto deestallar, el ejemplo del papel arrugado.

¿Recuerdas que alguien dijo una vez: «habla cuando tus palabras sean tan suaves como el silencio»?

Desde entonces he aprendido a ser más comprensivo y más paciente; cuando siento ganas de explotar, recuerdo ese papel arrugado. La impresión que dejamos en los demás es imposible de borrar. Más cuando lesionamos con nuestras reacciones o con nuestras palabras. Luego queremos enmendar el error, pero ya es tarde. El Talmud, esa obra que recoge las discusiones rabínicas sobre leyes judías, tradiciones, costumbres, leyendas e historias, que se caracteriza por preservar la multiplicidad de opiniones a través de un estilo de escritura asociativo, mayormente en forma de preguntas, producto de un proceso de escritura grupal a veces contradictorio, nos deja una inquietud profunda: "Habla cuando tus palabras sean tan suaves como el silencio".

Muchos individuos se jactan de ser francos, y de decir las cosas con inconexión del sentimiento de los demás. ¿No son ellas fabricantes de papeles arrugados por dondequiera que pasan?

La ira es un deseo desquiciado de venganza. Es como una excitación y rabia de una persona por algo que le desagrada o le ha salido mal. En el fondo el colérico es un soberbio, pues quiere que todo lo que él hace o le hacen los demás le salga bien. Pero como somos humanos, seres limitados, siempre habrá cosas que contra nuestra voluntad nos saldrán mal y entonces el individuo monta en cólera, se enfurece y realiza un daño irreparable. Del hombre y de la mujer colérica huye la gente, porque se hacen incómodos y desagradables.

Cuando eso ocurra, escucha con el alma el canto maravilloso de tu corazón y colócate en los zapatos de los demás, al menos por un instante. Haz esto todos los días durante un minuto y repite al mismo tiempo: "Tendré mansedumbre en todas mis cosas y reportaré a los demás paz y bien y todos me amarán". Si así lo haces llegarás a adquirir un dominio perfecto de ti mismo.
Recuerda amigo mío:

Lo que de tu boca sale, del corazón procede.


Aprendamos a ser comprensivos y pacientes. Pensemos antes de hablar y de actuar.



jueves, 15 de marzo de 2007

La culpa es de la vaca


Este texto, cuyo resumen fue publicado originalmente por el profesor Fernando Cepeda en su columna habitual de El Tiempo, es una excelente demostración de una conducta muy nuestra relacionada con la ramificación de la culpa.


Se estaba promoviendo la exportación de artículos colombianos de cuero a Estados Unidos, y un investigador de la firma Monitor decidió entrevistar a los representantes de dos mil almacenes en Colombia. La conclusión de la encuesta fue determinante: los precios de tales productos son altos, y la calidad muy baja.


El investigador se dirigió entonces a los fabricantes para preguntarles sobre esta conclusión. Recibió esta respuesta: no es culpa nuestra; las curtiembres tienen una tarifa arancelaria de protección de quince por ciento para impedir la entrada de cueros argentinos.


A continuación, le preguntó a los propietarios de las curtiembres, y ellos contestaron: no es culpa nuestra; el problema radica en los mataderos, porque sacan cueros de mala calidad. Como la venta de carne les reporta mayores ganancias con menor esfuerzo, los cueros les importan muy poco.


Entonces el investigador, armado de toda su paciencia, se fue a un matadero. Allí le dijeron: no es culpa nuestra; el problema es que los ganaderos gastan muy poco en venenos contra las garrapatas y además marcan por todas partes a las reses para evitar que se las roben, prácticas que destruyen los cueros.


Finalmente, el investigador decidió visitar a los ganaderos. Ellos también dijeron: no es culpa nuestra; esas estúpidas vacas se restriegan contra los alambres de púas para aliviarse de las picaduras.


La conclusión del consultor extranjero fue muy simple: los productores colombianos de carteras de cuero no pueden competir en el mercado de Estados Unidos “
¡porque sus vacas son estúpidas!”